"¡He movido el pie!" sollozó, haciendo que yo me derrumbara a mi vez. Sus brazos y piernas, que no respondían desde el accidente, habían empezado a volver a la vida. Y cuando abrí la puerta de su habitación del hospital de Santander, me sonrió ampliamente, se levantó temblorosamente de la cama y se tambaleó hacia mí. Había estado practicando en secreto, ocultando sus progresos a las enfermeras. El día antes de irme, un médico le dijo que pronto podría irse a casa.
La recuperación de Ana ha sido notable, pero no milagrosa. Aunque se libró de la parálisis y en pocos meses pudo volver a montar en bicicleta, su cuerpo no es el mismo que era y probablemente nunca lo será. Sigue teniendo problemas con las manos y los pies, y con el equilibrio, y camina, según sus propias palabras, "como una marioneta". Su humor y su cháchara característicos tuvieron altibajos durante los largos meses; estaba lejos de ser la paciente ideal, y fui testigo de ataques de ira y depresión, así como de agrias discusiones con Ruby y diatribas contra las enfermeras que la cuidaban.
Para mi alivio, y probablemente para el de todos, ha conseguido seguir practicando el ciclismo y, de forma bastante improbable, en el año siguiente a su accidente corrió la Granguanche (lentamente), fue la primera mujer en el campeonato de España de contrarreloj de 24 horas, y volvió a hacer un intento en la Transibérica. Es imposible no preocuparse por ella, pero creo que me preocuparía más si siguiera postrada en una cama de hospital.
"El ciclismo aporta movimiento a tu vida", insiste Ana, "mueve tus pensamientos y mueve tu cerebro y hace que sucedan cosas. Quiero decir que ahora se ha convertido realmente en una necesidad para mí, para sentirme feliz, para sentirme suave, porque debido al daño medular sufro si no me muevo. Creo que el estancamiento no es saludable ni para el cuerpo ni para la mente".